30/1/11

historia ganadora del concurso

Era una noche de sábado. Carlota se puso su mejor vestido, sus mejores zapatos, su mejor perfume, su mejor carmín, su mejor sonrisa (falsa, pero la mejor), su mejor...su mejor todo.

Para bajar al mismo bar al que acudía cada sábado desde que él la abandonó.

Se sentó en la barra, cruzando sus largas piernas y retirando su negra melena de los hombros. Se encendió un cigarro mientras buscaba a su presa de sábado noche.
Sí, esa era su rutina, buscaba sus besos en otras bocas, al final acabó mordiéndole los labios a otro por puto despecho.
Las caricias que aquellos hombres la regalaban eran vacías, sin calor. Pero eran caricias al fin y al cabo.

Aun que ella no sabría, que esa noche sería diferente a cualquier otra.
Se acercó el camarero:
-Qué pasa monada, ¿lo mismo de siempre?
-Sí Carlos, lo de siempre.- Le guiñó un ojo mientras le enseñaba su media sonrisa picarona.
Mientras el camarero le dejaba su chupito en la barra, ella ya había encontrado a su presa.

Un pobre ser tan desgraciado como ella, que bebe litros de más por que echa a alguien de menos.
Carlota decidió acercarse, con un movimiento grácil, moviendo sus caderas al andar, mientras sus tacones se oían de fondo ante el barullo de gente.

-Perdona, ¿tienes fuego?

El levantó la vista, y unos ojos verdes esmeralda recorrieron de arriba abajo el cuerpo de Carlota, deslumbrándose ante tanta belleza. Generalmente, Carlota no solía fijarse en ningún detalle sobre las presas que escogía, lo único que le importaba era no pasar la noche sola. Le daba igual con quien. Pero esos ojos verdes la dejaron sin aliento.
-No, no fumo, lo siento...eh... ¿Estás sola?- Preguntó mientras miraba al rededor.
-Perdona, ¿qué?- Salió de su atontamiento.
-Qué si estás sola.
-Ah! eh...sí, claro, ¿y tú?
-Claro, ¿quieres tomar algo?
-Eh, vale.- Él la contesto con una sonrisa amable, y ella se enrojeció (muy inusual en ella, ya que hacía tiempo que no había atisbo de sentimiento en su vida.)
Se sentó a su lado, con las manos temblorosas.
-Dos tequilas, por favor. -Le dijo al camarero. -Bueno, ¿qué hace una chica como tú en un lugar como éste?
Ahí confirmó que él era distinto al resto de tíos que había conocido, ya que lo que solían decir tras pedir la bebida era "nena, vámonos a la parte trasera de mi coche".
Ella no supo que responder ante la sorpresa, y no hacía más que cabrearse consigo misma por ello, parecía una colegiala cuando ve al chico guapo del cole. "¡Vamos por Dios! ¡Ni que fuera la primera vez que ves unos ojos verdes! ¡Carlota, que esto ya lo has hecho antes! ¡No me jodas!" se repetía a sí misma.

-Eh, bueno, vengo aquí desde hace tiempo, todos los sábados.
-Ah ¿sí? Vaya...¿tú sola? ¿Por qué?- Preguntó mientras retiraba el vaso ya vacío.
-Generalmente vengo a buscar hombres, hombres como tú, que estén solos y estén dispuestos a pasar una noche conmigo- Afirmó, agachando la cabeza por la vergüenza mientras acariciaba el borde del vaso con la llema del dedo. En ese momento parecía tan dulce e indefensa que daban ganas de abrazarla.
-¿Hoy también?
-Sí.- Seguía sin levantar la cabeza.
-Pues tienes a un hombre solo delante tuya, dispuesto a pasar una noche contigo, si me dejas.
Ella levantó la cabeza, confusa, notaba como le ardían las venas de deseo. Definitivamente, ese hombre desconocido la volvía loca, pero prefería morir antes de que él se diese cuenta.
- Ven, salgamos de aquí.- Le dijo, mientras se levantaba de un salto del taburete. Él cogió su suave mano y salieron.

-¡Hasta el sábado Carlota! -Gritó el camarero mientras limpiaba un vaso. Ella le ignoró, eufórica por la situación.
Carlota llevó al desconocido a su apartamento, sabía que podría ser un perturbado mental, que podía no salir viva esa noche, pero la daba igual, porque así era como se sentía, viva, tras años vacía y desnuda, sin sentir ni una pizca de sentimiento por sus venas, no le importaba morir llena de emociones.

Entraron a oscuras, y él la agarró de la cintura, apretándola contra él con suavidad.
Empezó a besarla, con una dulzura que no podría explicar. Sus manos acariciaban con fuerza su espalda, desprendiendo pasión por ellas mientras la única luz que bañaba sus cuerpos era la de la luna a través de la ventana.
Él retiraba con suavidad el tirante de su sujetador, mientras ella gemía al sentir la textura de la tela rozando su piel.
Y así fue como Carlota se abandonó a la locura que sentía por ese hombre.
Sus cuerpos se pegaron, fundiéndose en uno, sus piernas se enlazaron, como si no quisieran despegarse el uno del otro, los dedos de él se enredaban en los rizos de Carlota, y los dedos de ella se hundían en la espalda de él.
La boca de Carlota buscaba con ansia sus labios, y las manos de él acariciaban sus pechos borrachos de lujuria. Las sabanas se les pegaban al cuerpo y encharcados en sudor manifestaban un éxtasis de sensaciones.

Tras la tormenta, llegó la calma, relajando sus cuerpos cansados de pasión, enamorados los dos de esa persona que tenían al lado que no habían visto en su vida.
Ella le amaba, no sabía la razón, ni si quiera sabía su nombre, ni como podía haberse enamorado en una noche, pero era feliz, se sentía llena de vida, y no tenía la menor intención de saber el por qué, ya que la mejor respuesta era no preguntárselo.
El desconocido, comenzó a dibujar figuras sin forma en la espalda de Carlota, agarrándola de la cintura y pegándola a él.
Carlota no paraba de pensar que sí ahora era cuando tenía que morir, le daba igual.
Porque había recibido más amor en esa noche, que en todos los sábados (y domingos, y lunes, y martes, y miércoles…) de su vida.
El desconocido acerco su cara al oído de Carlota, y la susurró:
-Te amaré cada sábado de mi vida hasta el amanecer. Y cada día de mi vida sin que tú te des cuenta.
Ella sonrió, satisfecha, y agotada de recibir tanto amor, cerró los ojos, sumiéndose en un profundo sueño.
A la mañana siguiente, se despertó, nerviosa, pensando que toda la noche anterior había sido un sueño, y que un día más se levantaba con la cama vacía. Giró la cabeza, hacia el lado que su desconocido del sueño había dormido, y entonces sintió su olor en la almohada, y una nota escrita "Víctor." Sólo ponía eso.
Ella sonrió, no había sido un sueño, además, su príncipe del sábado noche ya tenía nombre.
Era la primera vez en toda su vida que se levantaba con los ojos llenos de vida, sin resaca.
Pasó el tiempo, y siguió bajando los sábados al mismo bar, para encontrarse con el mismo hombre, poniéndose su mejor vestido, sus mejores zapatos, su mejor perfume, su mejor carmín y su mejor sonrisa (esta vez de verdad), porque sabía que ahora, no tenía que amar a un hombre para llevárselo a la cama, ahora él iba a su cama por que la amaba, cada sábado, hasta el amanecer. Y no pedía más.



Cristina Gómez Perez.

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